Marvin Galeas
marvingaleasp@hotmail.com
Era el año de 1982, llovía a cántaros sobre el norte de Morazán. Todos los días exactamente a
la una de la tarde en punto se dejaba venir un bravo aguaje que dejaba un estropicio, de lodos,
ramas caídas y una melancólica humedad que me mojaba hasta el alma.
Ya había visto los muertos y los heridos y el horror de la guerra. De pronto no quería morir sin
ver a mi pequeña hija por última vez. Y así se lo dije a la comandante Luisa. “Está bien” me dijo
ella. “Pero debes esperarte un poco para arreglar la seguridad para tu salida a Managua”
Por esos días llegó Hernán Vera, quien tenía el extraño seudónimo de “Maravilla”. De mediana
estatura, complexión fuerte. Ojos claros y un rostro deformado por un tumor desde que era niño.
De un perfil era un tipo más bien apuesto, del otro era como un monstruo bueno de cuentos
animados. De conjunto era un ser de verdad maravilloso, carismático. Tenía el don de la palabra
hablada. Era feo pero tenía las mejores novias.
Nos hicimos buenos amigos. Con sus increíbles relatos sobre su vida, un amorío en Venecia, otro
en Londres, la narración de alguna película con efectos especiales y todo, los cuentos que se
inventaba en la medida que hablaba me hicieron más llevadera la guerra ese año de 1982.
Hasta que llegó enero de 1983, y todo parecía indicar que en cualquier momento podían enviarme
de regreso a Managua. Fue entonces cuando Maravilla, después, de una larga plática sobre el
sentido de la vida y de la muerte me dijo “Coño, chico, no te vayas. Aquí se está cocinando la
historia. Esta guerra es lo más importante que pasará durante muchos años en este país y tu
tienes que verla todita para contarla con tu pluma.
¿Y si me matan? “te pueden matar en cualquier parte, pero si te vas ¿de qué vas escribir? ¿Sobre
crepúsculos, florecillas y otras mariconadas? Quédate hombre. Anda con los ojos abiertos y
después escribes sobre esta vaina” Me armé de valor, repetí mil veces el poema de Almafuerte,
aquel que dice “que muerda y vocifere vengadora, ya rodando en el polvo tu cabeza” Me quedé
toda la guerra, hasta el último día, pasando mil y una aventuras junto a mi hermano del alma
Hernán Vera “Maravilla” y los demás compañeros de la Venceremos.
Años después, cuando la guerra se terminó, Hernán Vera junto a otro gran amigo Epigmenio
Ibarra, partiendo de cero, hicieron temblar el imperio de Televisa, con audaces noticieros y una
revolución total en el mundo de las telenovelas. En 1998 me invitó a su casa, estaba casado con la
bellía actriz Gabriela Roel. Me di cuenta que hasta las actrices más bonitillas querían un romance
con el feo Maravilla.
Solidario, desprendido, carismático, agradable y con el don de la palabra hablada. Nada como oír
una película contada por Maravilla a la luz del fogón de la cocina guerrillera. Era casi verla. Nada
como oír las historias de sus amores en un bar de México. Estuvo en mi casa hace cinco años. Lo
vi desmejorado de salud, pero siempre con la luz encendida en el alma iluminando de alegría
cualquier encuentro con cualquiera.
La noche del pasado domingo, aquel que salió vivo de varias emboscadas y fieros bombardeos en
Morazán y Usulután, que sobrevivió a las matanzas de Sarajevo, cerró los ojos y se nos fue para
siempre.
Se nos murió quien en los ochenta dijo que Managua era un potrero con tres semáforos, que
una indita desdentada de un metro de altura, gordita y de senos enormes era una “arroba de
sensualidad”, quien contó un fiero combate en Serbia partiendo de la descripción de una mujer
desnuda poniéndose una medias negras, quien siempre le vio el lado bueno a la vida, seguro que
también sabrá encontrarle un lado hermoso a la muerte. Adiós hermano del alma.