Fidel López Eguizábal
Docente Investigador Universidad Francisco Gavidia
flopez@ufg.edu.sv
En la sala había un televisor, los programas se veían en blanco y negro, en los
años setenta del siglo pasado tener uno era un lujo; no quiere decir que los que lo
tuviesen fueran adinerados. El piso helado y amplio era un deleite para que los
hermanos visen la televisión juntos, no ocupaban los sillones. Los hermanos se
sentaban en el suelo a disfrutar de esos fabulosos programas, no existía el control
remoto, quien llegase primero tenía el mando y todos tenían que ver el mismo
programa. Se respiraba la unión familiar.
Eran cinco hermanos, todos eran felices mientras vivían unidos, compartían el pan
en la mesa, las bromas no podían faltar. La tienda les proveía el sustento diario.
Se les enseñó que la unión entre la familia hace un mejor hogar; se les enseñó
que se debe respetar a Dios y amarse entre hermanos.
La casa era grande, típica de un pueblo, estaba ubicada en una esquina. Los
corredores la hacían elegante y en el patio había árboles frutales. Los años
maravillosos se esculpían en ese hogar.
La hora de cenar había llegado, la madre con voz fuerte les decía “Es hora de
cenar, apaguen el televisor y se lavan las manos”.
Antes de iniciar, el padre de familia pedía que todos se agarrasen las manos y le
siguieran en la oración “Señor, te damos las gracias por los alimentos…”
Cuando crecieron las cosas cambiaron, se casaron y cada quien hiso sus vidas.
Un día les invitaron a los cinco hermanos junto con sus cónyuges e hijos a la casa
para deleitar una cena, tal como compartían en años anteriores en aquel lejano
pueblo. Las querellas iniciaron, las diferencias entre las familias se manifestaban.
Un hermano veía de reojo al otro por su ropaje; otro solo hacía alarde de sus
viajes y éxitos, entre otras diferencias.
El padre, quien era la cabeza del hogar, en plena cena se paró y les dijo “hijos, les
hemos enseñado su mamá y yo que siempre estuvieran unidos. Acá en nuestro
hogar todos comían lo mismo; pasamos días de vacas gordas y vacas flacas;
todos íbamos juntos a la iglesia; pasábamos horas y horas platicando sobre lo que
nos hacía feliz; todos se vestían con el mismo tipo de ropajes; todos tenían el
mismo tipo de dormitorios; compartían los juguetes, se ayudaban a hacer las
tareas de la escuela; conversaban se contaban sus problemas y entre todos los
resolvían; sin embargo veo diferencias entre ustedes. Por favor les pido que se
respeten, no importa que sus esposos y esposas sean diferentes. Sé que unos
tienen mejores casas; otros no tienen vehículos y otros viajan por todo el mundo.
Saben, todos son profesionales, pero cada quien elaboró su propio destino; se les
enseñó no ver a nadie de menos. Por favor les pido que dejen las diferencias y se
amen, tal así como estuvimos unidos. A su madre y yo nos hace felices verlos
unidos y que dejen las diferencias”.
Todos se vieron a los ojos y recapacitaron, dejaron a un lado las diferencias, nada
más vieron reflejado en sus hijos que jugaban en el patio, tal como ellos lo hacían.
Los primos hermanos no sabían lo que era la envidia, el rencor, la codicia y las
diferencias materiales que dividen a los seres humanos. Jugaban sin complejos
en el amplio patio.
El hermano mayor tomó como siempre el control, aunque económicamente no
estaba tan bien como los hermanos menores, exhortó “Gracias papá y mamá, les
damos las gracias por sus consejos, sus sacrificios. Acá estamos todos unidos. La
familia ha crecido, la sangre se ha dispersado y, ahora les damos las gracias. No
se preocupen padres. Esta tarde hemos comprendido que la unión familiar es lo
más importante. Les pido a todos que nos queramos, así como nos enseñaron”.
Todos fueron más unidos y comprendieron que ayudarse entre hermanos era algo
que les habían enseñado en el hogar. Siempre que podían se reunían y
compartían sus experiencias sin diferencia alguna.