Por Mario Duarte.
Existen varias formas de Terrorismo, más allá del más conocido como fenómeno subversivo internacional y mercenario, entre ellos el más reprobable y nefasto es el Terrorismo de Estado.
El Terrorismo de Estado es todavía mucho más peligroso que sus otros congéneres, porque es efectuado por la institución que se ha creado para proteger y garantizar la seguridad y la paz social de los habitantes de una república y no para destruirlos.
Prácticas como la alteración del orden público valiéndose del poder que le confieren las constituciones consistentes en la contratación de grupos de poder social como sindicatos para interrumpir el curso normal de la vida social o como la omisión de actuación por parte de las instituciones de seguridad pública o de las instituciones creadas para garantizar la paz dentro del territorio nacional cuando se dan desórdenes públicos, delitos por parte de los mismos funcionarios públicos o desobediencia manifiesta a los requerimientos legítimos y legales de otros entes públicos hacia determinados funcionarios públicos; son claros e inequívocos ejemplos de acciones terroristas efectuadas por el Estado en contra del mismo Estado y también en contra del Pueblo.
Cuando conductas tan pronunciadas y destructivas se dan a diario y de manera sistemática, la estabilidad democrática, económica, social, jurídica y vital está al borde del abismo del caos. Una vez caída la institucionalidad en ese foso sin fin del cual es muy difícil que las repúblicas democráticas logren salir, a menos que se dé la condena internacional de los organismos de derechos humanos y protectores de la democracia de la región y de otras latitudes, se instauran las más encarnizadas dictaduras (violentas o sutiles da igual) como se han visto surgir de nuevo en estos últimos treinta años para desgracia de nuestra sufrida y empobrecida Latinoamérica.
Los ciudadanos tienen que entender de una vez por todas que con responsabilizar de los errores o acciones dolosas en la incorrecta o fraudulenta administración de la cosa pública, según fuere el caso, a los opositores, ya sea que estén dentro de las instituciones estatales o conformados en partidos políticos como suele suceder en las repúblicas con democracias representativas, NO es cumplir con los mandatos que el Pueblo y la Constitución le han conferido a los gobernantes de turno, sino el inicio de mecanismos meramente demagógicos para justificar sus actuaciones y también para lograr el beneplácito de la opinión pública que por una u otra razón se forma en nuestra actualidad por ciudadanos decepcionados de los políticos tradicionales e inmorales o por la ceguera y fanatismo a nuevas corrientes, que no son ni nuevas ni constituyen corrientes del pensamiento político moderno.