Pastor Mario Vega
Para la esperanza de vida de su época y de su país, podía decirse que era un
hombre relativamente joven. Su vida la había pasado al lado de su padre de
quien había aprendido el trabajo de pastor y cultivador de higos. Las cosas no
habían marchado mal. Ahora era un pequeño propietario con otros pastores a su
cargo. Pero para las mayorías las cosas no eran tan buenas.
Con el nuevo gobernante se había logrado la recuperación de territorios
productivos y, gracias a su gestión, se había logrado aprovechar las ventajas
del comercio abriéndose un parántesis de prosperidad económica. Pero la
prosperidad no era para todos. Más bien era sólo para unos cuantos. Los lujos
habían desatado las codicias y había conducido a la injusticia. Vendían a los
buenos por monedas y al necesitado por un par de zapatos. La usura imperaba
y jamás se devolvían las prendas. Los jueces amaban el soborno y el derecho era
tirado por tierra.
El sol rojizo del atardecer le había llevado a la decisión de abrazar la mirada
humanizadora del dolor. Parecía que nadie estaba dispuesto a preocuparse por
el otro. Aún entre hermanos de pobreza el egoísmo y las críticas se sucedían
implacables.
Ese atardecer el polvo se levantaba por los caminos ascendentes que llevaban a
su pequeña población. A pesar de todo lo que el mundo había llegado a ser los
seres humanos parecían involucionados en solidaridad y sumidos en sí mismos.
En lugar de hundirse en el desánimo prefirió desenfundar su alma para
entregarla a los demás. Se sintió llamado a cambiar las cosas y decidió tomar
acción para inaugurar un camino diferente. Su única fuerza era la palabra y la
experimentaba con un poder irresistible. Nada estaba a su favor, él no provenía
de una familia especialmente religiosa, no era su educación la de un religioso
profesional.
Sus intenciones no tenían más meta que la de buscar un remedio a los males
del mundo. Pero, sabía que eso no lo lograría sino hasta que cada individuo
llegara a comprender que no debía seguir siendo el mismo. Esa tarea no era fácil.
Demandaba su tiempo, sus fuerzas y sus conocimientos. Sabía que tendría que
enfrentar los egoísmos mayores y eso, en términos reales, significaba el máximo
sacrificio de su parte.
Decidió partir de su pueblito sureño para dirigirse a la capital, donde estaba el
centro del poder. Donde vivía el gobernante y la élite dominante. Allí habló y alzó
la voz. Habló en contra del lujo, la injusticia y la opresión de los débiles. Denunció
la vida religiosa como una simple parodia. Si las cosas no cambian, dijo, el país
no tiene futuro. Su fin se acerca velozmente. La principal responsabilidad recaía
sobre el gobernante.
Pero no fue el gobernante quien primero reaccionó. Fue el dirigente religioso.
Éste fue al gobernante y le dijo: ‘Este hombre está conspirando contra ti. El
país ya no aguanta tanta palabrería’. Se decidió entonces que el predicador
debía ser exilado. Le dijeron: ‘¡Largo de aquí, vidente! ¡Si quieres ganarte el pan
profetizando vete a tu tierra!’. Él accedió a retirarse pero no sin antes expresar
su palabra final: ‘Yo no soy profeta sino que cuido ovejas y cultivo higueras. Tu
tierra será medida y repartida y tu mismo morirás en un país pagano. El pueblo
será llevado cautivo lejos de su tierra’.
El pastor volvió de madrugada a su pueblito sin ánimo de derrota, su palabra
había sido dicha y ella no moriría. Su palabra perdura hasta hoy. En el libro de
Amós. En la Biblia.