Viajero ilustre sin frontera - Periódico EL Pais

Viajero ilustre sin frontera

Viajero ilustre sin frontera

A Miguel David Herrera.

 

 

 

 

 

 

Cinco veinte de la madrugada: retando los vientos
del norte me encamino en las costillas tiesas del laburo, y
el ábrego que me acorrala por la espalda va albeitando mi
locura. El silencio ha barrido con la algarabía de las
chozas y los árboles al costado de la carretera, pero yo no
me detengo; sigo corriendo con la luna y mi falaz motor
que arremete a lo nocturno.
Carezco de sed y de hambre; en la vasija llevo el
agua abiviguando los pulmones, y el pan caliente de mi
esposa, con tardanza lo acaricio desde hace dos horas en
la encía. La agitación de mis latidos se ha acrecentado en
estos últimos minutos, pero no soy digno del miedo;
solamente es la congoja impaciente de mis suspiros, esos
que ansían volver con Mercedes.
Encomiendo mi espíritu a su clemencia, mientras
mis manos las regalo al volante de las ruedas. No soy
hombre ni alcatraz enjaulado con alas de nieve
clausuradas. Desde niño supe la pasión achacada que
depararía mi independencia; no soy hombre ni viejo
hospedado, sino trailero de almenara que corroe con la
calle y la aventura. Vuelo a paso libre y no conozco el

linde de las fronteras, pues mis pies dejaron de esparcir
las llagas del suelo hace mucho.
Este día, bajo los intensos frutos del frigorífico, lo
he colmado con júbilo y productividad. En la esquina
derecha del asiento de cuerina, traigo dos muñecas
cosidas a trapo de infantilería, y con nobleza de serenata
principiante, una guitarra pequeña de cuatro cuerdas. La
madurez de la instancia se pregunta por el gasto de los
juguetes y, con agudeza grata, corrobora que aquellos no
son nada más ni nada menos que obsequios para mis tres
hijos ?mis niñas mellizas y mi bardo primero, que más
bien es mi niño que se las da por tener el nombre de su
padre, siendo sincero?.
La barahúnda de mis sentidos ya va sosegando con
lentitud el cansancio. Da la casualidad que pasé a una
gasolinería extraviada, casi por el final del sendero en
Guatemala. Luego del recio despabil en las llantas,
necesito respirar un poco de aire fresco. No soy haragán
ni lisonjero; pero en la estrechez del establecimiento no
hay nadie más que la cabina de autoservicio.
Bajo del tráiler de los setenta para tomar mi
merecido descanso, pero sigue sin haber un solo bullicio.
Mas, no reniego ante tal ausencia; es el caso que llevo
apuro y deseo verter la gasolina en el tanque para ya
marcharme a mi morada. De pronto, a la vista se me
aparece una sombra que yacía escondida detrás de un
poste de luz enraizado en los alrededores. No la alcanzo
a distinguir, pero se aproxima hacia mí con paso de
caracol.

Tal suceso haría acojonar la piel de gallina de un
cualquiera, pero no es mi caso. Con postura de candil, mi
voz se escapa intimidante: le pregunto a la figura qué
desea, pero no responde. Entonces, con sorpresa de
dolioso, los farolitos en el lugar comienzan a fallar y, de
repente, los surtidores empiezan a partirse en dos con las
bombas y las válvulas, más los depósitos
resquebrajándose y destripando el combustible flamante
en el suelo que, incluso, va escabulléndose en los bajos
de mi camión. No hay nada que pueda hacer. Una sola
víspera abrasadora del fuego y el lugar estallaría en mil
pedazos con mis huesos calcinados.
En los segundos, la sombra va despabilándose en
el camino hasta plantarse a pocos centímetros de mis
pies. Miro con atención, pero esa no tiene un rostro. No
es nadie o, quizá, no es nada; o es la verdadera faceta de
la muerte haciendo de las suyas sin aviso. Del bolsillo de
su bata negra se extrae una caja de fósforos y no entiendo
lo que pasa.
Esta por fin ha hablado: me dice ?raspando el
diafragma desde el fondo? que hasta aquí ha llegado mi
tiempo. Soy entrometido y lo cuestiono, pero no me
gusta lo que augura para mi futuro: sin ni siquiera un
poco de penura, la sombra me advierte que falleceré
dentro de unos años a causa de una enfermedad que ni
ella misma controla. Se denota a sí misma como
salvadora, ya que evitarme el dolor desea. “Te libraré del
sufrimiento, de la vejez y de las penas; de los ojos
desahuciados de tus hijos y esposa, de tus hermanos y tus

nietos. Es por eso que temprano he venido a encontrarte”.
En la sensiblería del momento, solo bastará una palabra
de afirmación para que derrape un fósforo y el fuego
empiece a consumir mi piel.
Me encuentro ante la situación más complicada de
mi vida y la fuerte declaración que me despecha. Soy un
alma descalza que ha caminado a través del tiempo,
porque la espiga corta quiere incendiarme sin haber
vivido ya mis predicciones. De pronto, el silencio ya no
es silencio y la calle ya no es calle, pero quiero tomarme
un momento para definir mi decisión.
Tal vez yo sea mi propio consejo, mi propia
caricia ante los lamentos. No anhelo sentir el sufrimiento
y tampoco presenciar los ojos desahuciados de mis hijos
y esposa, de mis hermanos y mis nietos. Soy un bosque
imperfecto que pronto se talará y, pese al agravio de mi
existencia, quiero pedirle a la vida que me regale más
tiempo con ellos.
En esta reflexión exhaustiva me doy cuenta que la
aventura no ha cesado. No soy un hombre, sino un
relámpago escribano que forja su temple en los
desbarates de la vida y la muerte. Soy mi augurio y mi
propio tiempo. Aunque una enfermedad inmunda me
abata los costados en el camino, yo seré más tirano que
esta: decido vivir mi vida en la fonsadera y aventurar mi
camino frente a la infurción. Deseo proclamarles justicia
a los sueños de mi familia, y es que estaré con ella hasta
el último de mis días.

A Miguel David Herrera.

Cinco veinte de la madrugada: retando los vientos
del norte me encamino en las costillas tiesas del laburo, y
el ábrego que me acorrala por la espalda va albeitando mi
locura. El silencio ha barrido con la algarabía de las
chozas y los árboles al costado de la carretera, pero yo no
me detengo; sigo corriendo con la luna y mi falaz motor
que arremete a lo nocturno.
Carezco de sed y de hambre; en la vasija llevo el
agua abiviguando los pulmones, y el pan caliente de mi
esposa, con tardanza lo acaricio desde hace dos horas en
la encía. La agitación de mis latidos se ha acrecentado en
estos últimos minutos, pero no soy digno del miedo;
solamente es la congoja impaciente de mis suspiros, esos
que ansían volver con Mercedes.
Encomiendo mi espíritu a su clemencia, mientras
mis manos las regalo al volante de las ruedas. No soy
hombre ni alcatraz enjaulado con alas de nieve
clausuradas. Desde niño supe la pasión achacada que
depararía mi independencia; no soy hombre ni viejo
hospedado, sino trailero de almenara que corroe con la
calle y la aventura. Vuelo a paso libre y no conozco el

linde de las fronteras, pues mis pies dejaron de esparcir
las llagas del suelo hace mucho.
Este día, bajo los intensos frutos del frigorífico, lo
he colmado con júbilo y productividad. En la esquina
derecha del asiento de cuerina, traigo dos muñecas
cosidas a trapo de infantilería, y con nobleza de serenata
principiante, una guitarra pequeña de cuatro cuerdas. La
madurez de la instancia se pregunta por el gasto de los
juguetes y, con agudeza grata, corrobora que aquellos no
son nada más ni nada menos que obsequios para mis tres
hijos ?mis niñas mellizas y mi bardo primero, que más
bien es mi niño que se las da por tener el nombre de su
padre, siendo sincero?.
La barahúnda de mis sentidos ya va sosegando con
lentitud el cansancio. Da la casualidad que pasé a una
gasolinería extraviada, casi por el final del sendero en
Guatemala. Luego del recio despabil en las llantas,
necesito respirar un poco de aire fresco. No soy haragán
ni lisonjero; pero en la estrechez del establecimiento no
hay nadie más que la cabina de autoservicio.
Bajo del tráiler de los setenta para tomar mi
merecido descanso, pero sigue sin haber un solo bullicio.
Mas, no reniego ante tal ausencia; es el caso que llevo
apuro y deseo verter la gasolina en el tanque para ya
marcharme a mi morada. De pronto, a la vista se me
aparece una sombra que yacía escondida detrás de un
poste de luz enraizado en los alrededores. No la alcanzo
a distinguir, pero se aproxima hacia mí con paso de
caracol.

Tal suceso haría acojonar la piel de gallina de un
cualquiera, pero no es mi caso. Con postura de candil, mi
voz se escapa intimidante: le pregunto a la figura qué
desea, pero no responde. Entonces, con sorpresa de
dolioso, los farolitos en el lugar comienzan a fallar y, de
repente, los surtidores empiezan a partirse en dos con las
bombas y las válvulas, más los depósitos
resquebrajándose y destripando el combustible flamante
en el suelo que, incluso, va escabulléndose en los bajos
de mi camión. No hay nada que pueda hacer. Una sola
víspera abrasadora del fuego y el lugar estallaría en mil
pedazos con mis huesos calcinados.
En los segundos, la sombra va despabilándose en
el camino hasta plantarse a pocos centímetros de mis
pies. Miro con atención, pero esa no tiene un rostro. No
es nadie o, quizá, no es nada; o es la verdadera faceta de
la muerte haciendo de las suyas sin aviso. Del bolsillo de
su bata negra se extrae una caja de fósforos y no entiendo
lo que pasa.
Esta por fin ha hablado: me dice ?raspando el
diafragma desde el fondo? que hasta aquí ha llegado mi
tiempo. Soy entrometido y lo cuestiono, pero no me
gusta lo que augura para mi futuro: sin ni siquiera un
poco de penura, la sombra me advierte que falleceré
dentro de unos años a causa de una enfermedad que ni
ella misma controla. Se denota a sí misma como
salvadora, ya que evitarme el dolor desea. “Te libraré del
sufrimiento, de la vejez y de las penas; de los ojos
desahuciados de tus hijos y esposa, de tus hermanos y tus

nietos. Es por eso que temprano he venido a encontrarte”.
En la sensiblería del momento, solo bastará una palabra
de afirmación para que derrape un fósforo y el fuego
empiece a consumir mi piel.
Me encuentro ante la situación más complicada de
mi vida y la fuerte declaración que me despecha. Soy un
alma descalza que ha caminado a través del tiempo,
porque la espiga corta quiere incendiarme sin haber
vivido ya mis predicciones. De pronto, el silencio ya no
es silencio y la calle ya no es calle, pero quiero tomarme
un momento para definir mi decisión.
Tal vez yo sea mi propio consejo, mi propia
caricia ante los lamentos. No anhelo sentir el sufrimiento
y tampoco presenciar los ojos desahuciados de mis hijos
y esposa, de mis hermanos y mis nietos. Soy un bosque
imperfecto que pronto se talará y, pese al agravio de mi
existencia, quiero pedirle a la vida que me regale más
tiempo con ellos.
En esta reflexión exhaustiva me doy cuenta que la
aventura no ha cesado. No soy un hombre, sino un
relámpago escribano que forja su temple en los
desbarates de la vida y la muerte. Soy mi augurio y mi
propio tiempo. Aunque una enfermedad inmunda me
abata los costados en el camino, yo seré más tirano que
esta: decido vivir mi vida en la fonsadera y aventurar mi
camino frente a la infurción. Deseo proclamarles justicia
a los sueños de mi familia, y es que estaré con ella hasta
el último de mis días.