Por Norma Aguirre Sandoval
Las remesas familiares, enviadas principalmente desde Estados Unidos por salvadoreños que han emigrado en busca de mejores oportunidades, se han convertido en uno de los pilares económicos de El Salvador. Representan más del 20% del PIB nacional y son una fuente crucial de ingresos para millones de familias. Pero, aunque en apariencia son una bendición, también están generando efectos profundos y preocupantes en la estructura productiva y social del país.
A continuación, analizamos tres consecuencias claves que han transformado la vida económica de El Salvador:
1. La dependencia económica: vivir de las remesas en lugar de trabajar
Muchos salvadoreños, especialmente en zonas rurales y semiurbanas, han optado por dejar sus empleos debido a la estabilidad económica que reciben a través de remesas. Este ingreso constante, aunque no siempre abundante, permite a las familias cubrir sus necesidades básicas sin necesidad de emplearse formalmente. Como resultado, se observa un declive en la cultura del trabajo, especialmente entre generaciones jóvenes que crecen sin ver en el trabajo local una fuente viable de ingresos.
Esto ha generado una peligrosa mentalidad de dependencia, donde el esfuerzo productivo se reemplaza por el consumo pasivo. Las consecuencias a largo plazo incluyen estancamiento en el desarrollo local y una mayor vulnerabilidad ante cualquier crisis que afecte el flujo de remesas, como cambios en políticas migratorias o crisis económicas en Estados Unidos.
2. La escasez de mano de obra: una economía que no encuentra trabajadores
La emigración masiva hacia Estados Unidos —legal e ilegal— ha vaciado al país de una parte significativa de su fuerza laboral. Este fenómeno afecta a casi todos los sectores: agricultura, construcción, comercio, e incluso áreas profesionales como la salud y educación. Los empresarios enfrentan cada vez más dificultades para contratar personal dispuesto a trabajar bajo las condiciones actuales del mercado nacional.
En muchos rubros, la oferta laboral no logra cubrir la demanda existente, lo cual frena proyectos, encarece los servicios y debilita la competitividad del país. Paradójicamente, mientras los salvadoreños buscan empleo fuera, dentro del país escasea la mano de obra dispuesta y capacitada para trabajar.
3. La caída de la producción nacional: del campo al consumo dependiente
Uno de los efectos más graves de esta migración y falta de mano de obra es la pérdida progresiva de nuestras capacidades productivas, especialmente en el sector agrícola. La tierra ya no se cultiva como antes. Miles de manzanas que antes producían maíz, frijol, café o caña están ahora abandonadas, o convertidas en lotificaciones.
Sin producción agrícola ni ganadera fuerte, El Salvador se ha convertido en un país consumidor, altamente dependiente de las importaciones. Esto lo vuelve vulnerable ante cualquier cambio en los precios internacionales, en el transporte global o en la disponibilidad de productos. La industria nacional, debilitada por décadas de políticas que favorecen al importador por encima del productor local, no logra ofrecer una alternativa sólida.
En lugar de promover la autosuficiencia, las políticas gubernamentales —por acción u omisión— han desincentivado el emprendimiento local. El resultado es una economía frágil, dependiente del exterior, y con pocas herramientas propias para generar desarrollo sostenible.
Conclusión: una encrucijada histórica
Las remesas son, sin duda, un salvavidas económico para muchas familias salvadoreñas. Pero esa ayuda externa está teniendo un alto costo: estamos dejando de producir, de trabajar, de crear. Si no se promueven políticas activas que fortalezcan el empleo, la producción nacional y el emprendimiento, El Salvador corre el riesgo de transformarse en una economía de consumo importado, sin base productiva ni capacidad de sostenerse por sí misma.
Es hora de abrir un debate serio sobre el uso estratégico de las remesas, la reactivación de nuestra agricultura e industria, y el futuro de nuestra economía.