Por Fidel López Eguizábal
El barrio era perfecto
para platicar sin límite,
mientras el pueblo se vestía de paz y sosiego.
Esa tarde de invierno
las señoras se reunieron
y disfrutaron del café con pan.
Vecinas y amigas,
quizá, más amigas que simples colindantes.
Lo que importaba era la amistad,
lo que importaba era que se entendían.
Las tertulias se extendían hasta muy tarde,
una convivía con la viudez
y la otra era separada,
ambas tenían algo en común
solo tenían un hijo cada una
era el motivo para vivir.
De repente, en medio de sonrisas
una de ellas lloraba, lloraba de tristeza
al saber que su hijo lo tenía lejos,
desahogaba también sus lamentos
al contar el rechazo de sus familiares.
La otra señora le daba palabras de consuelo
y también le platicaba de sus martirios.
Hablaban de la cosecha de café
si había sido buena o mala
si la venta en la tienda era buena
de la misa
de la adoración de la Virgen María
del vecino borracho
de la novela
del fulanito que murió
del gato que tiene tres días sin aparecer
de las fiestas patronales que se acercan
y especialmente de sus hijos,
esa era la rutina para calmar la soledad.
Era hora de ir a hacer la cena
era hora de guardar el capítulo para mañana.
Para eso son las amistades
a veces,
no solo se necesita irle a llorar al sacerdote,
a veces, es mejor una amistad sincera
que morir engañado.
El pueblo las vio nacer,
el pueblo las vio morir
a las amigas
y las tertulias siguen sin cesar en el más allá…